A veces nos da por escribir (no todo va a ser hablar y hablar…) y ya que los domingos de verano no tenemos programas en directo para contar en nuestras editoriales cosas que nos pasan por la cabeza, aquí os dejamos unas reflexiones de PaTi que se han publicado hoy en Arainfo
“Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante. Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cansada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo: -Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso? Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:-Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto. -Sí, doctor, gracias. Ahora por favor, ¿me toma el pulso? Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible. Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra. Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo. Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara”.
Una clase de Medicina. De “Bocas del tiempo”. Eduardo Galeano.
La fragilidad se relaciona con la cualidad de los objetos y materiales de romperse con facilidad. ¿Qué pasa con las personas? ¿Hasta cuándo podemos aguantar hasta rompernos? ¿Cómo curamos nuestras rupturas/cicatrices?
Enfrentarnos a las miradas asustadizas, perdidas o vidriosas de quienes están a punto de quebrarse supone un esfuerzo y una entereza a veces difícil de superar. Adivinar el gesto preciso o necesario para los otros en un momento determinado, es un acto que requiere de cierta sensibilidad que a veces no somos capaces de asumir. Nos mostramos fuertes, distantes, tratamos de mantener la objetividad en cantidad de procesos que quizás necesiten de un grito, unas palabras, un abrazo, una caricia o una mirada fija en la otra que busca la nuestra.
Todas somos vulnerables en un momento de nuestras vidas: En las edades extremas (infancia- ancianidad), pero también en todo nuestro recorrido vital que nos condiciona y afecta. Nuestras relaciones sociales, laborales, familiares… los entornos donde nos desarrollamos y vivimos determinan nuestras vidas y su calidad. Somos conscientes, o debemos serlo, de que cada barrera que limita nuestras vidas dignas de ser vividas (en palabras de la economía feminista) nos hace más vulnerables, más frágiles. La negación de esta vulnerabilidad o la incapacidad para afrontarla de forma individual nos puede llevar a enfermar, a rompernos. Y aquí surgen más interrogantes: ¿Hasta cuándo aguantamos? ¿Somos capaces de aceptarnos y tratarnos con cuidado, con delicadeza? ¿Dónde quedan los límites entre lo individual y lo colectivo?
Cuando aparece el sufrimiento en nuestras vidas (entendido éste en toda su magnitud y con toda la subjetividad que cada lectora considere) tenemos por delante una labor interna de autoconocimiento, afrontación de la situación, gestión de nuestros propios recursos y limitaciones y puesta en marcha de las soluciones a nuestro alcance; por otro lado y lo que en ocasiones nos resulta más difícil, es ser capaces de compartir nuestra situación con quienes nos rodean. Echar mano de las personas que nos rodean (familiares, amigas, compañeros, profesionales, desconocidas…) para que esta tarea se convierta también en un proceso colectivo de aprendizaje y de afectividad (escribir amor es de cursis para muchos). Saber demandar ese cuidado en quienes están a nuestro alrededor no es sencillo. Mostrar nuestras debilidades es algo que ni suele gustar ni se considera comprensible. Debemos resistir a toda costa. ¿O no? Escribió Benedetti que “las cicatrices enseñan, las caricias también”. Nuestra fortaleza dependerá tal vez en equilibrar la balanza entre ambas.
Como sociedad nos corresponde ser sensibles al dolor de los demás, no como algo que nos entristezca o nos limite, sino como una oportunidad para hacer visibles esas redes que nos unen y sostienen nuestras vidas. Esas vidas que merecen la pena ser vividas.