Palestina, Ukrania, Siria, Pakistán, África, Afganistan…. la lista de lugares del mundo machacados a bombazos es enorme. Territorios donde la gente corriente no podemos ir tranquilamente a dar un paseo en bici por el parque, besarnos en un banco, jugar en la playa, pasear al atardecer, trabajar con normalidad o leer un libro junto a un río. Nada de esto se puede hacer sin el miedo a estallar por un bombazo, recibir una bala o ser secuestrado, torturado y asesinado.
Si las cosas más sencillas, las que dan sentido a la vida, están prohibidas en los lugares en guerra, impensable se me antoja la capacidad de organizarse colectivamente, participar en proyectos comunitarios, ayudar a mejorar la educación o la salud pública, defender los espacios naturales o, simplemente, los derechos elementales de las personas.
Vivimos en un mundo difícil, complejo, organizado en torno a un sistema que solo busca (y consigue) que unos pocos vivan a costa de las demás. Sufrimos un modelo económico y social que permite que una minoría de personas (por llamarles así, como nosotras, aunque serviría las de arriba o la casta) mantienen unos indecentes privilegios, aunque a su alrededor la tierra sangre de dolor.
La guerra es, posiblemente, la mayor vergüenza de la humanidad. Cualquiera que haya visto a un grupo de hombres armados sometiendo a otras personas a la fuerza (avasallando, deteniendo, violando, asesinando) habrá sentido una punzada en el corazón, en lo más hondo de su ser.
La guerra, en abstracto, podría parecer algo innato a nuestra condición de seres vivos, una carga tremenda con la que debemos convivir, un lastre genético, que llevamos en la sangre y contra el que no podemos luchar. Pero no es así. Las guerras (en plural) tienen razones políticas, raíces históricas que permiten comprender por qué determinados ejércitos y milicias están armados hasta los dientes, se les consiente cometer tremendas fechorías y conseguir sus objetivos, por insensatos que sean.
Solo así, analizando qué pasa en cada lugar, podemos llegar a entender el por qué de las guerras.
Si algo tienen en común los conflictos bélicos a lo largo y ancho del planeta, es que no solucionan ninguna pugna. No hace falta irse muy lejos, tenemos cerca la Guerra Civil española para sentir y comprobar cómo los odios del pasado son los odios de hoy. Y no hay escopeta, metralla o gas sarín que lime las asperezas entre los pueblos, las comunidades o las personas enfrentadas.
Vivimos en una época de cambios necesarios. De una parte, la naturaleza llora, machacada por la codicia de un capitalismo desenfrenado, que conduce sin frenos hasta el accidente final. De otra, las de abajo, indignadas, rabiosas, sin miedo, que caminamos firmes hacia esa revolución democrática, aquí y allá, que permita cambiar el rumbo de la historia, para que seamos las personas, solidarias, fraternas, humanas, las que gestionemos nuestras necesidades y posibilidades en un planeta con recursos finitos.
Entre tanto, surgen conflictos, diferencias de intereses, desencuentros, peleas. ¡En cualquier ámbito colectivo en el que nos movamos! Y tenemos distintas vías para regular los conflictos. Podemos darnos de ostias y que gane el más fuerte. Podemos manipular a más personas para que nuestro grupo crezca y se enfrente con más contundencia al rival. Podemos guardarnos cromos de resentimiento para que un día el odio estalle, incontrolable, cual vómito de ira incendiada.
O podemos dotarnos, en lo micro y en lo macro, en lo cotidiano y en la política internacional, de herramientas y procesos colectivos que nos ayuden a resolver nuestros conflictos de forma “civilizada”. Es decir, sin armas de por medio. Sin asesinatos ni niños agujereados por un misil.
La revolución, los cambios importantes, comienzan en lo cercano. Y pueden llegar hasta donde seamos capaces, con fuertes dosis de empatía, apoyo mutuo y organización popular. En ello estamos.
Para que los señores de la guerra no sigan manejándonos, dominándonos y armándonos en terribles guerras, tenemos que sacarles de sus nichos de poder. Los señores de la guerra manejan los presupuestos públicos de cualquier estado para gastarse en el casino de las guerras (las ferias de armas) nuestros recursos comunes en las más sofisticadas herramientas de matar.
Estos ministros, militares, mercenarios, monarcas, dictadores,… casi siempre hombres ricos, anclados (de generación en generación) en una vida de lujos e injusticias, son los que manejan el cotarro. Los que arman a ejércitos asesinos, los que dan la orden para invasiones imperialistas, los que financian a las policías que reprimen a los pueblos, los que arman a las contraofensivas que frenan procesos populares democráticos, los que permiten extraer minerales y recursos naturales para que el consumismo desenfrenado no pare en otras partes del mundo, los que se inventan tierrras prometidas y fanatismos exacerbados, los que financian los reportajes televisivos que luego se tragan millones de humanos mientras se echan la siesta.
Señores de la guerra, ¿por qué tanto odio?
No vamos a esperar a que nos respondan. Cuanto antes, vamos a sacarles de sus despachos, poltronas, yates y palacios.
Para terminar, me gustaría compartir unas palabras del Subcomandante Insurgente Marcos (en enero de 2009) con las que comenzamos el pasado domingo La enredadera:
“¿Sirve decir algo? ¿Detienen alguna bomba nuestros gritos? Nuestra palabra, ¿salva la vida de algún niño palestino?
Nosotros pensamos que sí sirve, que tal vez no detengamos una bomba ni nuestra palabra se convierta en un escudo blindado que evite que esa bala calibre 5.56 mm o 9 mm, con las letras «IMI», «Industria Militar Israelí» grabadas en la base del cartucho, llegue al pecho de una niña o un niño, porque tal vez nuestra palabra logre unirse a otras en México y el mundo y tal vez primero se convierta en murmullo, luego en voz alta, y después en un grito que escuchen en Gaza.
No sé cómo explicarlo, pero resulta que sí, que las palabras desde lejos tal vez no alcanzan a detener una bomba, pero son como si se abriera una grieta en la negra habitación de la muerte y una lucecita se colara”.